Hace unos días me encontraba en el Opera café de la avenida Andrássy en Budapest. A mi lado se sentaba Miklos Radnóti, que me hablaba sin cesar de un viaje que había hecho a España hacía ya mucho tiempo. Después de pasar por París, queriendo emular a Rilke bajó hasta Toledo. Allí escribió un poema titulado 'Danubio' y se bañó en el río una tarde de marzo. Radnóti coleccionaba baños fluviales, en unas hojas negras apuntaba los lugares donde se había sumergido. Me dijo, los ríos envejecen. El Danubio es una bella señora a punto de morir.
Desde la avenida Andrássy, cruzando Belváros y el barrio judío se tarda una media hora a pie hasta llegar al puente Lánchíd. De noche todas las luces de la ciudad arden en la corriente del Danubio. Yo había dejado las primeras hojas de mi nuevo cuaderno en blanco a la espera de algo, de una señal, y abrir así, más seguro surcos en la nieve. El señor Radnóti no dejaba de mirar el bolsillo de mi abrigo donde llevaba el cuaderno. Me dijo: Un río arrastra a sus muertos hasta las puertas del mar, y el mal y el mar son tan grandes que sólo podemos decirlos con palabras muy cortas. Palabras que entran por los ojos y nunca son capaces de salir por la boca.
Al final del día caminábamos muy despacio entre las estrechas calles buscando el río. Al pasar por el jardín de la sinagoga de la calle Dohány él se detuvo para mostrarme el sauce llorón de aluminio, también llamado el árbol de la vida. Su nombre está escrito en una de esas hojas afiladas con las que todavía se hacen sangre en la palma de la mano los poetas judíos de Nueva York que acuden al memorial. Los nombres de las personas son más largos, y a veces extraños en mitad de la intemperie.
Nada aprendí de este viaje sino a contemplar más lentamente el mundo y a perderme sin miedo en él. Una ciudad a más de tres mil kilómetros de T. vista en un instante, a golpe de flash. Poco puedes entender de la imagen que estalla a un palmo del rostro, aunque se trate de la imagen principal, o la de un fantasma como el señor Radnóti apareciendo entre la niebla, imagen que habrías de preservar durante mucho tiempo, si un día quisieras llenar esas páginas en blanco. El señor Radnóti se adentró en un portal oscuro, se perdió allí un instante, y al salir de la oscuridad, dijo que se volverá a caer todo, pues lo que sostiene la ficción totalitaria en un país como este, tan llano y dulce, y que ama más a sus caballos que a sus judíos, siempre tiende a autodestruirse; entre un cielo de cristal azul y un suelo de barro donde chapotean los cerdos húngaros.
En el centro de su propia historia, Budapest la maltratada. Y cuántas ciudades ahora maltratadas de la vieja Europa, le pregunté. Barcelona, asediada por provincianos y banderas es ahora Budapest. Pronto veríamos una estatua de Miklos Horthy y otra de Ferenc Szálasi en alguna soleada plaza de la ciudad, y silenciados a los doscientos mil judíos húngaros asesinados a los largo de la línea del río. Muchas de esas víctimas fueron obligadas a quitarse los zapatos. Para conmemorar este genocidio, el director de cine Ferenc Szálasi y el escultor Gyula Pauer, a modo de homenaje inquietante, crearon, a lo largo de la orilla del Danubio en Pest, sesenta pares de zapatos del estilo de 1940, fieles al tamaño real, esculpidos en hierro. Una placa dice “A la memoria de las víctimas asesinadas en el Danubio por miembros de la cruz flechada húngara”. Hay cientos de miles de fotografías de ese memorial ahora mismo en Japón y en China, clavadas con un alfiler a paredes mariposas. Una fechoría más de la banalización a la que nos exponemos. Vistos así, estos zapatos de ángeles, ya no claquean en la chapa metálica de la historia aupados con las alas del miedo.
"Cada río se lleva sus muertos"
A tres mil kilómetros de allí, a menor escala, en T. y a la orilla del Tajo, a unos metros del puente de Hierro se encontraba la Fábrica de la Seda, convertida en el año 39 en campo de concentración franquista. Sobre sus escombros se levantó muchos años después un liceo de enseñanza media. Cada río se lleva sus muertos. Allí no hay placa conmemorativa ni monumento alguno que restañe las heridas y mantenga viva la memoria de los hombres allí asesinados por los Horthy y los Szlásis de cada país.
Miklos Radnóti había regresado de aquel lugar inhóspito y oscuro para decirme estas cosas. Yo había dejado las primeras hojas del cuaderno en blanco, sólo para escribir más tarde Buda-pest, Tala-vera, palabras partidas por un río o unidas finalmente por el agua o una línea azul. En el Opera café de la avenida Andràssy, Miklos me dejó su libro Vera-Tala, ese nombre escrito al revés parece un nombre Checo, no húngaro. T. ya no está en lugar alguno más allá de mi imaginación. Al menos crucé a pie tres veces el puente Lánchíd camino de los baños del Gellért. Allí en el agua, con el cuerpo arrugado me vino al recuerdo su magnífico poema Paisaje, “Mi patria, este pequeño país abrazado al fuego, el mundo de mi niñez que lejano se mece. Para el piloto que lo sobrevuela, este paisaje es tan sólo un mapa y no sabe en qué lugar vivió Mihäly Vörösmarty”.
Cualquier historia comienza igual que un rayo al impactar en un árbol, el resto es un paisaje de palabras que arde, y se acaba en el instante en el que el sol, que alumbraba la terraza, se oculta tras unos bloques de viviendas humildes. Entre los momentos en que el rayo prendió en el árbol y el sol que se oculta tras un edificio de ladrillos rojos pasó toda una vida, una larga y fructífera vida.
Sentado a mi izquierda en aquella mesa del Opera café el señor Radnóti no paraba de decir que las buenas historias son siempre un triángulo equilátero, aunque lo ideal sería uno isósceles por cerrar mucho más el ángulo de vista hacia un lugar común. En esta ocasión pensé como triangular T., Budapest y Barcelona -me niego ya a nombrar países, sólo ciudades maltratadas-. H. sigue siendo un país gobernado por miserables nacionalistas. Hay tres puntos en el espacio que el tiempo va a unir. Y sí, él asintió con la cabeza. Barcelona era ahora una ciudad maltratada por los rusos.