Érase una vez un rey que pasó de ser el deseado al odioso. Allá por la primavera de 1814, Fernando VII regresó a España tras la derrota de Napoleón. Entró en el país por Gerona, se dirigió a Valencia, después pasó por La Mancha y finalmente, arribó a Madrid.
Dicen que su coche fue tirado por algunos de sus seguidores en vez de los caballos. Aquel rey que había conspirado contra sus propios padres, pasó los seis años de guerra en Bayona y ahora, se hacía con el trono y tomaba su primera decisión: acabar con la primera experiencia constitucional de España, la carta magna de 1812, la Pepa, proclamada en Cádiz. Nunca antes se había reconocido la soberanía nacional. La vuelta de Fernando VII significó también el regreso del rancio absolutismo de siglos atrás.
Cuando el 19 de marzo de 1808, el joven príncipe dio un golpe de estado en Aranjuez y derrocó a Manuel Godoy, fueron muchos los que apoyaron este cambio de rumbo en España. En las semanas siguientes, las tropas francesas se expandieron por el país, la convivencia se hizo cada vez más complicada y comenzaron a sonar tambores de
guerra. Napoleón se llevó a Carlos IV y Fernando VII a Bayona y allí consiguió la abdicación de ambos.
Mientras tanto en España, el pueblo desconocía estas maniobras palaciegas, la traición de sus reyes y andaba receloso y con rabia. Una agitación política en la que participaron activamente las mujeres. Hasta ese momento su papel en la sociedad estaba en la casa.
Como escribió Josefa Amar y Borbón en aquel tiempo: “Por una parte los hombres buscan su aprobación, les rinden unos obsequios que nunca se hacen entre sí; no las permiten el mando en lo público, y se lo conceden absoluto en secreto; las niegan la instrucción, y después se quexan de que no las tienen (…) Por otra parte las atribuyen casi todos los daños que suceden. Si los héroes enflaquecen su valor, si la ignorancia reyna en el trato común de las gentes, si las costumbres se han corrompido, si el luxo y la profusión arruinan las familias, de todos estos daños son causas las mugeres, según se grita”.
Heroínas
Sucedió entonces, en abril de 1808, el motín de Toledo, según ha narrado Fernando Jiménez de Gregorio.
Surgió La Vinagrera. Gritaba “mueran los traidores” y acompañada de otras mujeres del barrio de San Miguel se echaron a la calle “a robar y destrozar lo que podían”. Protestaban contra unas autoridades a las que consideraban afrancesados pero sobre todo, miles de personas se enardecieron por la ocupación de sus casas, camas y comida por parte de los ejércitos galos. Hubo fuegos, asaltos, violencias. Un ensayo de tragedia que ya no se detuvo en ningún rincón del país, sobre todo a partir del Dos de Mayo. La reacción en Madrid contra los invasores desencadenó una furia patria que se prolongaría durante seis años.
En las tierras que hoy conforman Castilla-La Mancha, la contienda fue también una revolución política y social. Como ha escrito el historiador de la Universidad de Castilla-La Mancha (UCLM), Juan Sisinio Pérez Garzón, “todos los pueblos prácticamente se encontraban sometidos a distintas formas de jurisdicción de rango feudal”.
La guerra trajo reformas y sobre todo, afloró el instinto de supervivencia. Con las tropas francesas circulando por estas tierras, las gentes de lugar, “no lucharon para defender ningún rey ni ninguna dinastía, ni mucho menos el orden político estamental, sino que lucharon por subsistir, por mantener al menos esa libra de pan que necesitaban en su precariedad de vida, pues la mayoría se encontraba en las lindes de la miseria”, cuenta Pérez Garzón.
En lo que ahora es nuestra región, se dieron importantes batallas en Talavera, Almonacid y Ocaña y se formaron partidas de guerrilleros como la del Empecinado, el Tío Camuñas o Chaleco.
En aquella Guerra de la Independencia surgieron heroínas como Agustina de Aragón, la condesa de Bureta, Manuela Sancho, Clara del Rey, María Bellido, Manuela de Luna, Casta Álvarez, Manuela Malasaña o Juana María Galán. Ésta última mujer, natural de Valdepeñas y apodada La Galana, alentó a otras a luchar contra los franceses con aceite hirviendo o lo que tuvieran a mano. Ella misma se armó de una porra y defendió a su pueblo con todo valor.
La resistencia de la localidad de Ciudad Real retrasó a la soldadesca gala en su avance hacia Andalucía. Sin embargo, cuando la guerra terminó, nadie se acordó de ellas.
La historiadora Guadalupe Gómez Ferrer ha dicho que “las mujeres entendieron que podían participar en la creación de la nación liberal, como habían participado en la Guerra de la Independencia, porque al ver asediadas las ciudades por los franceses, ellas tomaron parte en la guerra en primera fila, en la retaguardia, escribieron, recogieron colectas, hicieron oraciones, acudieron a tertulias de distinto signo político, estuvieron en juntas patrióticas, es decir, traspasaron la frontera de lo puramente doméstico”.
El Trienio Liberal
En 1814 con Fernando VII en el trono, la esperanza constitucional de nuevos derechos y libertades se esfumó. En los siguientes seis años, hasta 10.000 españoles se exiliaron por sus ideas liberales. El monarca implantó de nuevo la Inquisición e inició una persecución de sus opositores. Se sucedieron fallidos pronunciamientos militares que revirtieran la situación, pero no fue hasta el 1 de enero de 1820 cuando uno de ellos, el encabezado por Rafael del Riego, pudo lograr su objetivo.
En marzo, el rey terminó cediendo y juró la Constitución de 1812. Comenzó entonces el llamado Trienio Liberal.
Opina Juan Pablo Fusi que fue la “primera experiencia constitucional real y efectiva”. En efecto, hubo desarrollo de la prensa, desamortizaciones de tierras, industrialización, redacción de un nuevo código penal y algo quizá más decisivo para la historia de España: la irrupción de la vida política.
No existían partidos como los conocemos en 2022, pero si el germen de los mismos, las sociedades patrióticas. Se formaron los clubes, los círculos, los cafés para el debate. Se han calculado en 275 este tipo de sociedades repartidas por toda la geografía española, algunas tan famosas como el Café Mata o La Fontana de Oro.
En lo que hoy es la región, y tal como señaló Gil Novales, surgieron sociedades en Alcázar de San Juan, Almagro, Ciudad Real, Guadalajara, Navalmoral de Pusa, Sigüenza, Talavera de la Reina, Toledo y Valdepeñas. Incipiente
vida política en una tierra con malos caminos, ciudades sin agua potable y economía raquítica.
El historiador Isidro Sánchez Sánchez, especialista en prensa histórica y que también ha investigado en este tiempo, recuerda que en aquel trienio surgieron algunos periódicos como el Diario Fernandino, en Guadalajara o el Observador Manchego y El Patriota Manchego, en Ciudad Real.
En aquellos años, para moverse por las provincias de la presente comunidad autónoma, había que recurrir a los caballos, a los carros de reata, a las galeras. Y aún con lentitud las noticias llegaban.
En agosto de 1821, según publicó la Gaceta de Madrid, se celebró en Albacete una fiesta patriótica, con laudable inquietud de la ciudadanía, en la que “todo el mundo renunció a sus ocupaciones para disfrutar del placer de ver al hijo, al esposo, al hermano, al amante manejar unas armas que la patria ha colocado en sus manos por seguridad y defensa”. La fiesta liberal duró hasta 1823. Fernando VII pidió ayuda a las monarquías europeas y Francia envió a los Cien Mil Hijos de San Luis que acabaron con la experiencia más democrática que había tenido España.
Así noveló Benito Pérez Galdós el ajusticiamiento del héroe Riego: “Estaba frío, caduco, los ojos fijos en el suelo, amarillo como las velas que ardían junto al crucifijo del altar (…) un gentío alborotador cubría la carrera. La plaza era un amasijo de carne humana (…) el triste día de la ejecución todo Madrid asistió a ella, lo mismo los
absolutistas rabiosos que los antiguos patriotas, a excepción de los que no podían salir a la calle sin peligro de ser afeitados o arrojados en los pilones de la fuentes, cuando no hechos trizas por el vulgo”.
Había comenzado el terror de 1824. En varios decretos reales publicados entonces, el rey Borbón no dejaba duda de sus intenciones: “Extirpar los elementos de discordia y desobstruir todos los manantiales de prosperidad”. Abolió para siempre la Constitución, se buscó la alianza con el clero, el apoyo de las masas populares que detestaban a la aristocracia y creó la Policía del Reino para perseguir a los liberales.
Amazonas de la libertad
Y es en este momento tan confuso de la historia, hace apenas 200 años, cuando un grupo de mujeres desconocidas lucharon por la libertad. Para comprender cómo y qué ocurrió existe un trabajo fundamental. Se trata del libro Amazonas de la Libertad-Mujeres contra Fernando VII, escrito por Juan Francisco Fuentes y Pilar Garí. Sus autores han identificado a 1.454 mujeres liberales de la época, la mayoría con nombres y apellidos. La más conocida de todas, Mariana Pineda, que terminó su vida en el patíbulo por mandar coser una bandera.
Preguntamos a Fuentes, uno de los autores del texto, sobre la participación de mujeres de nuestra tierra y nos responde el historiador: “Hay un censo, bastante completo, hecho por la policía de Fernando VII en 1826 con el número de liberales, tanto hombres como mujeres, que seguían en España tras la caída del régimen liberal, con especificación de su provincia. De las provincias que conforman hoy Castilla-La Mancha, el censo registra unos centenares de mujeres liberales en Guadalajara, Cuenca y Toledo”.
Otras tantas tuvieron que exiliarse y las que aquí se quedaron, sufrieron todo tipo de penalidades mientras trataban de organizar una suerte de resistencia ante el absolutismo.
Historias como la de Manuela de la Sota, vecina de Cuenca, encarcelada por “adicta al sistema constitucional” cerca de un año en la Casa de Recogidas, hasta que en mayo de 1824 fue deportada hasta el pueblo de Osa de la Vega, “para que se la vigile”.
En Toledo fueron detenidas por adhesión al sistema constitucional Ramona Gómez, María Pérez, Eulogia Bravo y Micaela Carbonell, todas viudas excepto la cuarta, casada. “En marzo de 1824, las cuatro presas se encontraban a la espera de que el fiscal, que decía estar muy ocupado, adoptara alguna determinación sobre sus respectivas causas, iniciadas ya hacía varios meses”, describen los autores de Amazonas de la libertad.
Ser madre, esposa o hija de algún significado liberal era causa suficiente para la prisión o el escarnio público. Así ocurrió en Villarrobledo o en Villarrubia de los Ojos, donde los realistas actuaron de forma brutal y anárquica al mismo tiempo. O en Almagro, con “cantares desordenados que podían oírse día y noche acompañados del consabido grito de “mueran los negros” (los absolutistas llamaban 'negros' a los liberales).
A veces, les tocaba salir corriendo por los corrales. Eso les pasó a las personas que se reunieron en casa de Eugenia Baca, en Orgaz, donde fueron descubiertos mientras cantaban trágalas y gritaban contra Fernando VII. En Ocaña o San Clemente se organizaron conjuras con conexiones madrileñas.
En Torrijos, Florentina Tudela destacó por su participación política y en Manzanares, María Antonia Jiménez recibía correspondencia en tinta simpática y trataba los asuntos financieros del complot. Como detallan Fuentes y Garí, “hay otros ejemplos del protagonismo femenino en las conspiraciones de 1831. En Talavera de la Reina se atribuyó a la viuda de un tal Barandalla, médico local, un lugar preminente en el plan de despoblación y ruina urdido por los revolucionarios”.
Esta mujer fue la verdadera cabecilla de un grupo que realizaba reuniones en una ciudad descrita en el informe policial como “liberal exaltada y más los más poderosos y hacendados y comerciantes y los pocos amantes del Rey. N.S. que en su seno existen son de la clase pobre y humilde”.
La mujer de hace dos siglos o contraía pronto el matrimonio o acababa tras las rejas claustrales. Muchas morían de parto y si sobrevivían, estaban siempre supeditadas a la autoridad del marido. Nada había fuera de aquel destino. Sin embargo, una minoría de ellas trascendió los límites y protagonizaron una oposición clandestina contra la monarquía absoluta.
Aquella invisibilidad a la que estaban condenadas fue la mejor arma que encontraron aquellas mujeres para moverse con sigilo por la causa liberal. Un relato de supervivencia y lucha que deja de ser tan desconocido.