Estas semanas nos enfrentamos a una situación desconocida. A una experiencia vital sin precedentes. Algunos, los más avezados en el cine y literatura del género de ciencia ficción, harán comparaciones con escenarios apocalípticos, con situaciones límite que ponen a la humanidad contra las cuerdas en el fondo y las formas.
Pero ya sobre el terreno, lo cierto es que si una "lección" puede extraerse de esta maldita pandemia es la importancia de la capacidad del ser humano para afrontar el día a día. Digo más, el minuto a minuto.
Para aquellos que por suerte o por desgracia, nos encontramos confinados, amanece en un contexto cuasi de laboratorio. Es una experiencia ni siquiera comparable a las vacaciones estivales cuando se pasa con cónyuge e hijos más tiempo del habitual que en cualquier otra época del año. Mezcolanza de momentos en los que se tiene que dosificar el tiempo y la entereza -a partes iguales- para no caer en el tedio de la monotonía, la incertidumbre por el mañana, la indefensión y la impotencia ante las noticias que se nos cuelan a través de todos los sentidos y probablemente el más cruel de los exilios que supone no poder ver ni abrazar a los seres queridos aún estando a escasos portales de uno mismo. Y aún menos dar el último adiós a tus fallecidos.
Es una experiencia que se vive de manera muy distinta si te encuentras en ciudad o por el contrario moras en el campo -donde espacio y tiempo trascurren por derroteros diferentes-. Y que aún habitando en urbe tampoco la piel en la que uno se halla es la misma en un piso de 50 metros cuadrados con hermosas vistas al ladrillo rojo del edificio de enfrente que la de aquel con terraza desde la que asomarse y descubrir que el mundo sigue ahí (cambiado y cambiante a cada instante) pero en definitiva sigue ahí. Y es real.
Tampoco la vivencia es la misma cuando se cuenta con la posibilidad de poder elegir qué canal apetece en un momento concreto del día o acertar a percibir que Internet va más lento de lo habitual porque la cantidad de usuarios es tal que la fibra se vuelve remolona.
Las tareas escolares que a diario se suben a una plataforma digital o se envían a través de correo electrónico y que convierten a los padres y madres en ocasionales y atribulados docentes. Frente a aquellos domicilios donde esas mismas tareas se quedan alojadas en el limbo de la nube porque no se dispone de terminal ni de conexión que las pueda recepcionar.
La incertidumbre de cuándo acabará esta situación. Y de si cuando acabe, habrá trabajo al que volver. Salario que cobrar. Normalidad que instaurar. Y vida que recuperar.
Para aquellos otros que han de salir cada día al trabajo, cada momento ha de asemejarse a asomarse a un precipicio. Se está porque se tiene que estar. Pero el riesgo es tan real que casi se torna en tangible. Y lo paradójico de todo es que el riesgo coge arraigo a la ropa, a la piel y a la propia esencia, de tal modo que al volver a casa te persigue y te obliga a saludar a los hijos desde la distancia de la otra punta del pasillo. Mínimo contacto, casi poco más allá del ocular, en un ejercicio de sacrificio autoimpuesto fruto de una responsabilidad desmedida.
Héroes a cada salida, a cada momento y a cada acción. En algunos casos, por obligación en otras por devoción para convertirse en muleta de salvación.
Para todos ellos, para todos nosotros, una mención especial a la resilencia del minuto a minuto, a la adaptación a lo inconcebible, al tormento del no saber, a la solidaridad, a la responsabilidad, a la creatividad, a reunir esfuerzos entre desconocidos, a los aplausos en balcones, a la vuelta a hablar por teléfono en vez de mensajear, a volver a tener conciencia de uno mismo sin las prisas de la inercia diaria, a una nueva oda a la vida en definitiva.
Susana Hernández del Mazo, portavoz del grupo municipal de Ciudadanos en Talavera de la Reina