Se ha querido ver al turismo actual contemporáneo como una evolución del viaje heroico del mundo antiguo. Lo cierto es que la movilidad humana siempre ha sido objeto de la expansión cultural y económica de las diferentes sociedades, suponiendo un encuentro entre diferentes formas de ver y estar en el mundo. En el año 2013 se estrenó un documental francés emitido con posterioridad por Documentos TV de TVE titulado Homo Turisticus, que pretendía, de forma amena, cómica -y poco rigurosa desde el punto de vista antropológico, eso sí-, presentar desde la tipificación y el extrañamiento a esa supuesta nueva especie viajera, sus prácticas asociadas, y algunas consecuencias desde el punto de vista político, económico y medioambiental.
Duccio Canestrini, profesor de Antropología del Turismo en la Universidad de Pisa distingue en un artículo de la revista CIDOB diferentes subespecies y variedades del homo turisticus, que abarcan un amplio rango de formas y motivaciones, modificando sustancialmente la forma tradicional de hacer turismo. Así, en la búsqueda de la fiesta se encuentra el “jaujensis”; el amante de la tranquilidad del campo es definido como “arcadicus”; “selvaticus” sería aquel que se decanta por la naturaleza. Pero también habla del “culturalis” sin proporcionar más claves que esta sugerente nomenclarura, junto al “marinus”. Debemos entender por lo tanto que tras este homo et mulier turisticus culturalis se encontraría un turismo cultural en búsqueda de recursos patrimoniales, históricos, artísticos o etnográficos.
Por otro lado, también debemos tener en cuenta que en los últimos años han cambiado mucho las orientaciones de las promociones turísticas: ya no vende tanto lo exclusivo o especializado, sino que se impone la estrategia de concebir los destinos de forma menos elitista y más enfocados a llegar una masa de clientes numerosa y poco diferenciada. Canestrini nos habla de esta evolución que ha sufrido el turismo hasta convertirse en algo genéticamente modificado que ha impuesto unas vacaciones pulverizadas, cada vez más breves y fragmentadas -consecuencia también de la precariedad laboral- y enfocadas a ese consumo masificado, rápido y fácil, que poco o nada tiene que ver con modelos de turismo sostenible y socialmente responsable. Esto de considerar a priori a la “masa” como un gran ente estúpido contribuye además a corroborar también esa imagen del turista como un ser ignorante capaz de tragarse cualquier cosa carente de valor. Esta lógica basada en prejuicios, que disminuye considerablemente la calidad de los productos, plantea un debate similar al que se tiene con la tele-basura, y nos enroca en la eterna pregunta de: ¿qué es antes, el huevo o la gallina?
Hemos tendido a pensar además que este turismo deja tremendos beneficios en el territorio. Pero las cifras hablan solas: en España aporta un 11% del PIB y el 13% del empleo. Como explicaba Juan Antonio Pavón en un artículo de El País el pasado 12 de junio de 2020: “la evidencia científica subraya que esta “sobredependencia” en muchos casos expone nuestros recursos sociales, culturales y naturales a una degradación imparable a cambio de unos ingresos mal distribuidos a la sombra de unos resultados políticos vendibles a corto plazo”.
Gracias al trabajo realizado por ámbitos del conocimiento como la Antropología del Turismo podemos analizar críticamente la diversidad de contextos creados por la práctica turística y los efectos generados sobre visitantes y visitados. Desde esta mirada antropológica, podemos empezar definiendo el Turismo como un sistema de relaciones de poder -en diferentes escalas-, que en parte impone un nuevo orden de clasificación del espacio urbano y sus elementos, donde se vuelven a nombrar y categorizar realidades con determinados fines. Pero además de esta clasificación sobre la ciudad que se convierte en objeto turístico, sobre todo requiere de contacto entre unos -habitantes- y otros -visitantes-, suponiendo cambios en las realidades económicas, transformaciones en las identidades colectivas y la producción de nuevas representaciones sociales.
Hablar por lo tanto de esa especie de homo et mulier turisticus como una de las partes implicadas resulta clave para entender algunos de los problemas socioculturales de Toledo. Lejos de culpabilizar o generar ideas demonizadoras sobre la gestión del turismo en nuestra ciudad, me gustaría proporcionar un análisis antropológico de lo que este fenómeno puede aportar ahora y en el futuro a nuestra ciudad. En primer lugar, si observamos al turismo como un verdadero espacio de intercambio intercultural, dejando a un lado estereotipos o tipificaciones a ambos lados; en segundo, como un contexto generador de nuevas experiencias ritualizadas con las que describir y analizar nuestra complejidad sociocultural; tercero, como una poderosa herramienta para re-significar y re-construir determinadas posiciones ideológicas sobre el espacio público y privado, sus bienes patrimoniales y su accesibilidad; cuarto, como oportunidad educativa para mejorar a las personas y grupos -de dentro y de fuera- que realizan elecciones en sus prácticas turísticas y sus intereses culturales. Quinto, como infraestructura de la movilidad, que permite llevar a cabo un análisis del movimiento de flujos y dinámicas transnacionales en construcción constante. Por último, como producto concreto de consumo que comercializa con la diversidad cultural, la historia, el patrimonio y la imagen de calles o lugares escogidos para la creación de itinerarios o narrativas concretas que pueden llegar a proporcionar identidades colectivas.
En cualquier caso, observar el Turismo únicamente como negocio supone no atender a todas estas oportunidades que nos hablan de todos los aspectos socio-culturales que lo atraviesan y componen. Pero es ahí donde hay que ubicar la queja de la vecindad del Casco Histórico, en esa dimensión más relacionada con el intercambio mercantil, en donde además gran parte de estas vecinas y vecinos no obtienen beneficio alguno, sino más bien al contrario: sufren la masificación turística como un perjuicio en el aumento de precios en bienes y servicios tan fundamentales como la vivienda o la alimentación.
Pero si comprendemos bien todos los factores que intervienen en esa actividad económica, podremos obtener la vía no solo para criticarlo o rechazarlo, también para mejorarlo o transformarlo y convertirlo en un nuevo agente de desarrollo comunitario en la ciudad. Hay mucho por hacer e investigar para convertir a Toledo en una referencia de turismo sostenible. En muchos lugares con menos peso histórico-cultural, se han realizado interesantes trabajos etnográficos sobre movilidad turística y biografías de turistas en movimiento, que sacan conclusiones tan interesantes como lo importante que es atender a la mirada histórica del desarrollo del turismo para comprender la propia diversidad social y cultural del territorio. Y es solo un ejemplo. Si conectamos mejor esa diversidad presente en nuestra urbe con sus propios recursos comerciales, culturales y patrimoniales, dejaremos de crear mundos tan diferenciados en nuestras calles. Requerimos de nuevas prácticas sociales reales construidas junto con la población residente y de nuevas narrativas que nos acompañen en la definición del camino. Necesitamos que residentes y turistas en Toledo compartan el interés por nuestra cultura, entendida ésta en el sentido más amplio y garantizando su acceso a todas las personas y colectivos.
Por ejemplo, de las cosas que se me hacen más urgentes como vecina del Casco Histórico es la necesidad de preservar su patrimonio inmaterial, no únicamente en cuanto a la recogida de relatos históricos que se van perdiendo con la desaparición de una generación clave para nuestra historia viva reciente, sino también con respecto a la protección de nuestra imagen como ciudad construida con criterios históricos y etnográficos reales, porque haber convertido a Toledo en reclamo turístico a cualquier precio ha hecho que en ocasiones se caiga en lo burdo.
Además, si algo nos ha evidenciado esta crisis sanitaria es la vulnerabilidad del modelo actual, que nos ha mostrado un Casco Histórico dependiente en exceso de algo externo a sí mismo. Es preciso adoptar una visión integral donde la planificación y el desarrollo del turismo sean parte del desarrollo sostenible de la comunidad. Si queremos que así sea, sería muy deseable tener en cuenta los impactos o conflictos que se puedan producir entre autóctonos y visitantes, generando nuevas estrategias de promoción de la convivencia. Ello supone dar valor tanto a la sostenibilidad como a la calidad a la hora de generar una oferta turística planificada tanto a corto, medio o largo plazo.
Es posible hacerlo y conjugar estos intereses con la protección y mejora del medioambiente si nos tomamos en serio la contaminación residual y acústica y ampliamos con la participación ciudadana los espacios verdes, favorecemos las buenas relaciones de vecindad dentro del barrio, mejoramos los servicios turísticos generando un mercado de calidad que suponga unas condiciones laborales dignas para sus trabajadores/as. Vivir y trabajar en un ambiente más sano y placentero. No debemos continuar por más tiempo en la creencia de que nuestra comunidad y sus escenarios de vida, convertidos en objetos turísticos, conforman una entidad pasiva, limitada u homogénea, que construye su cotidianidad al margen.
La perspectiva interdisciplinar es fundamental para generar este proyecto cambiante de barrio que se construya de forma participativa con toda su realidad social para integrar esta idea de homo et mulier turisticus en una oportunidad de cambio que abandone su lugar dentro de esa masa “tonta”, consumista o depredadora y se ubique en una posición dignificada, cuidada y de calidad, acorde con esa otra imagen de homo et mulier turisticus culturalis. Requerimos, como siempre, de buenos diagnósticos -cuantitativos y cualitativos- que atiendan a todas estas dimensiones como oportunidades de acción e inclusión para nuestra ciudad, donde las personas nativas tengamos otro papel diferente al de sentirnos invadidas por otra especie.