En frente de mi casa hay dos niños en un balcón. Están sentados y apenas se mueven. Les está dando un poco de sol, supongo que están jugando con algo, no se ve bien. Pero apenas se mueven, no tienen espacio. He visto mascotas que tienen más espacio vital que ellos en sus jaulas. Llevan casi cuarenta días sentados en un balcón.
Casi 40 días de encierro y se nos quiere seguir presentando la pandemia como si fuera una experiencia liviana, casi divertida, en la que los enfermos, los muertos y el paro fueran sólo noticias que rellenan el telediario y no la realidad de esas casas de las que no podemos salir. A los que tratan como a niños es a los adultos edulcorándonos una verdad imposible de esconder. Mi hija con casi cuatro años vuelve a llevar pañal por las noches y chupete por el día. La otra pregunta antes de dormir si nos vamos a morir y si verá algún día a sus abuelos. La realidad también es esa, no sólo los aplausos, las canciones o la solidaridad inmensa. La realidad es que hay niños que dejaron de ver a sus abuelos hace más de un mes y ya no les volverán a ver jamás. Niños que no saben muy bien qué está pasando, pero que ven informativos y sienten el temor de sus padres.
La pandemia tiene muchas aristas y una de ellas es esta, el valor que le damos a la vida. A la de los mayores a los que algunos les llaman “personas no válidas” y a la de los niños que miran ahora con envidia a su propio perro. En España se ve como un problema tener hijos y la familia se relega a una construcción ideológica de base religiosa que tiene un cierto tufillo arcaico. No nos tomamos en serio que, aunque sea por puro egoísmo, el futuro de cada uno de nosotros depende de esos niños.
Por eso ahora a los niños se les ve también como un problema. Como si fueran ellos los causantes de la extensión del virus de manera incontrolada y no los gobernantes que no quisieron prever lo suficiente ante las evidencias.
“Los hijos no pertenecen a los padres, son del Estado”, dijo hace unos meses la ministra de Educación socialista. Nunca nadie acertó tanto en sus predicciones. No sabemos cómo saldrán, en qué condiciones, ni qué podrán hacer. Ni siquiera sabemos si cuando vuelva septiembre podrán realmente volver al colegio con cierta seguridad, porque tampoco aún lo han previsto.
No queremos que salgan a la calle porque los padres, egoístas sin cabeza, estemos hartos. Deben de salir porque tienen que sentir que realmente esto tendrá un final, que el final será distinto a lo que esperamos, pero que pueden volver a tener algún contacto con lo que fue su vida normal. No puedes darles esperanza pintando arcoiris, los niños necesitan sentir que esto acabará con realidades y hechos.
Cuando los niños vuelvan a la calle lo harán con mascarillas, con las que les diga el gobierno y al precio que nos marquen. Volverán atados a un móvil que mida nuestros pasos y escuche sus conversaciones, no vaya a ser que una crítica se torne en información contra el Estado. Volverán a una calle en la que mucha gente se ha ido sola para no volver, en la que las dificultades económicas van a tardar demasiado en solucionarse. Pero volverán a salir a la calle y nos demostrarán a todos que esos niños que ahora parecen un problema más, son la única opción que tenemos para salir a delante.
Claudia Alonso, portavoz del PP en el Ayuntamiento de Toledo