Regresada de las vacaciones, aprovecho estos días aún resacosos para ir poniendo las cosas en su sitio, guardar la ropa, seleccionar las fotos que merecerán el honor de pasar a la posteridad, y todo, todo, lo hago con calma. Porque el verano es la estación de la calma, y las vacaciones el período obligatorio para ejercerla.
Sin embargo, no todos estamos relajados en este período del año. Son muchos los que trabajan, sobre todo en hostelería y en cuidado de personas, y otros muchos los que se desloman, y otros tantos los que estarían dispuestos a deslomarse por bastante menos del sueldo mínimo, pero que ni siquiera a eso tienen acceso.
En un sistema que está muy lejos de ofrecer un trabajo digno para todos, quién es verdaderamente carne de cañón. Tras una breve reflexión, pienso que por una cosa o por otra al final lo somos todos. Pero claro, hay clases y clases, una escala con grandes desigualdades, solo hay que ir a las casas y ver la nacionalidad de la mayoría de las cuidadoras y asistentas, o ir a los restaurantes y echarle un vistazo a la cocina, y si algún inspector de vivienda se dignara a visitar las infraviviendas del Casco Histórico de Toledo, en todos estos lugares predomina un colectivo: la inmigrante.
Este verano me ha parecido curioso porque en diversos lugares de la geografía española me he encontrado a varias asistentas y cuidadoras de un mismo país, Honduras. Me he detenido a hablar con ellas, y me han contado historias para no dormir de su país. Obviamente no se emigra por capricho, pero es que hay regiones donde ya no es cuestión de buscar una vida mejor, deseo completamente legítimo, sino de simple supervivencia. En un país donde los secuestros y asesinatos de adultos y menores están a la orden del día, donde denunciar a la policía es una sentencia de muerte segura, donde la ley la impone el más fuerte, y reina el miedo y la inseguridad, emigrar es la única opción del individuo. Mientras, la sociedad internacional mira para otro lado como si nada supiera. ¿Alguien habla de Honduras?
Estos días hemos visto la gran desgracia de Afganistán, vuelve el infierno talibán, con lo que ello conlleva para toda una sociedad y para las mujeres en particular. ¿Estaremos a la altura de dar una respuesta contundente? Los antecedentes no dejan mucho espacio a la esperanza, sin embargo como ciudadanos es importante que hagamos ver que la solidaridad entre los pueblos pasa por defender los derechos fundamentales en todo nuestro planeta, para todos, más allá de tu origen, raza, sexo o religión.
La sensación de que estamos retrocediendo en los mínimos es inevitable. Aquí mismo, en nuestros barrios, en las tiendas donde compramos, en los bares donde nos tomamos algo o en nuestras propias casas, viven personas, en un altísimo porcentaje inmigrantes, en una situación de tremenda precariedad. Y encima, cada vez está más legitimado el mensaje de odio hacia ellos, el cual a su vez legitima a aquellos explotadores de pocos escrúpulos, “total si son inmigrantes, están acostumbrados”. Esta frase la he llegado a oír este mismo verano.
Frente a estos mensajes, no cabe otra que dar la cara. Si el más vulnerable no puede, tendremos que hacerlo quienes tengamos más fortuna en este reparto de privilegios. No hacerlo, es caer en un sistema de explotación injusto que se ensaña con los más débiles, encima invisibilizados porque nadie habla de ellos más que para señalarles con dedo acusador. Sociedad xenófoba y racista, donde unos pocos se enriquecen, y las migajas que dejan se las tienen que estar repartiendo, nacionales e inmigrantes, sembrando el camino de odio y xenofobia que algunos parecen querer obtener.
Viendo el reportaje que Icíar Bollaín rodó en 2014 “Tierra de nadie” donde esta vez eran los españoles inmigrantes en Edimburgo los protagonistas, me venía a la cabeza que ya es complejo y duro dejar tu tierra y tu gente, no voluntariamente sino por obligación para ganarte la vida porque no te queda otra, como para encima encontrarte con abusos de todo tipo, físico, moral y económico; faltas de respeto; insultos; imposibilidad de ascenso.
En el documental de Icíar Bollaín se percibía la tristeza del desarraigo, pero al menos destacaban los protagonistas que en esa ciudad habían encontrado la oportunidad de realizar un proyecto, de iniciar como pinche, o reponedor, pero que fuera como fueren se les respetaba más allá de su posición, y además tenían la posibilidad de ascender. Aquí ni lo uno, ni lo otro.
Ya en los 90 Celtas Cortos dio voz a esa realidad en forma de canción “un dios maldijo la vida del emigrante/ serás mal visto por la gente en todas partes / serás odiado por racistas maleantes/ y la justicia te maltrata sin piedad”.
Maldito sistema que permite perpetuar esto hasta el infinito. Pero no olvidemos que la persona que emigra, lo hace huyendo de algo, y que nadie estamos libres de que a nosotros, familia o amigos nos pueda pasar algún día. Se llama empatía, solidaridad. Yo sigo ordenando mis cosas, con una calma de verano que no todo el mundo disfruta, y siguen viniéndome a la cabeza colectivos que somos carne de cañón.
En un sistema depredador e insolidario, son muy pocos los privilegiados que quedan totalmente libres de ser devorados. Con “Saturno devorando a sus hijos” Goya parece que se adelantaba a su tiempo. Lo tenemos aquí, devorando vidas.