Salta este titular a nuestra pluma el día que, temprano, estallan “morteros y bombas reales” con estrépito despertándonos de nuestro profundo sueño estival. La verdad es que el vecino recién despabilado de la cama no sabrá distinguir entre los morteros y las bombas reales debido al mal humor, suponemos. Sabrán ya muchos lectores que nos referimos al anuncio del día grande de la patrona de Toledo y a una tradición recién recuperada por nuestro Ayuntamiento.
Y es que la tradición manda y sonidos como este son habituales en nuestro acervo cultural. 'Salvas de ordenanza' de salida del Corpus de la catedral, sonidos de cientos de campanas y campaniles que pueblan iglesias, ermitas y conventos en nuestra histórica ciudad. Cohetes de cientos de tríduos, vísperas, novenas, solemnidades, procesiones y romerías.
Ya se percató Bécquer, desde el silencio de los barrios conventuales del sonido de las golondrinas y de la oración de las monjas claustrales. Claro que fuera de estos ámbitos, los sonidos ambientales eran más cotidianos y vulgares: las aves de corral, gorrinos, animales de tiro y chiquillería. Estos últimos no los recoge la literatura, siquiera la costumbrista.
Hoy tenemos un abanico más amplio de posibilidades. Desde el silencio de una ciudad vaciada de vecinos, sin apenas niños ni actividad artesana, retumban aún más los sonidos ambientales. Además de los vehículos a motor, cuyo máximo exponente son las motos trucadas de alta y baja cilindrada que surcan hasta altas horas de la madrugada los estrechos callejones de nuestra histórica ciudad, nos despiertan de madrugada los “disparos” de las alarmas de coches, tiendas y restaurantes, que saltan a la mínima vibración. Mientras, las terrazas de La Peraleda emiten sonidos que la megafonía “ambiente” amplifica y provoca que campe libremente por la Vega haciendo inolvidables los veranos toledanos.
Añádanse las verbenas y conciertos de altos decibelios soportados en calles y plazas, a las juergas nocturnas de jóvenes y no tan jóvenes (dirán que no es privativo del casco histórico, pero no deja de ser la aportación contemporánea a “la cultura ambiente”, especialmente en este barrio y en los fines de semana) y a un sin fin de innumerables registros sonoros que dejan de ser sonidos por la irritabilidad que provocan en vecinos y transeúntes.
Ahora, en época estival, con las ventanas abiertas y más vida diaria en la calle nos llegan más ruidos, y quizá por ello, nos acostumbramos a soportarlos y pasan a formar parte de lo cotidiano. Zumbidos del aire acondicionado, el televisor o la música del vecino a más altos decibelios que lo acostumbrado rompen la quietud de nuestro bien merecido descanso.
Quizá por eso nos damos cuenta que una avioneta o un helicóptero pasa sobre nuestras cabezas y que tal hecho se repite con demasiada frecuencia, violando de forma flagrante las leyes de navegación aérea -algún día caerá alguno sobre nuestro casco histórico-. Turistas y políticos con cierto poder adquisitivo o de decisión que quieren una vista panorámica y privilegiada de la imperial ciudad.
Suponemos que ciertos sonidos -y ruidos- son consustanciales a nuestras tradiciones y costumbres culturales. Tradiciones y costumbres que deben casar con el buen gusto y el respeto al vecino y a los valores ambientales, que también lo son patrimoniales, ya que el derecho a un medio ambiente saludable forma parte también de nuestro propio acervo cultural y patrimonio natural.