En el año 1993 el ensayista Predrag Matvejevic, autor del ‘Breviario Mediterráneo’ escribió una serie de artículos sobre la guerra de los Balcanes. Era un intento vano de exorcizar la catástrofe que caía sobre aquella tierra de belleza fuerte. Uno de aquellos artículos, titulado ‘La virtud de un puente’, estaba dedicado al puente viejo de la ciudad de Mostar, su ciudad natal. Ya se habían destruido siete puentes en Mostar y sus alrededores, pero el más antiguo de todos seguía en pie, era el que había dado nombre a la ciudad: en lengua serbocroata Mostar quiere decir puente viejo. Sobre esto escribía Matvejevic entonces. Finalmente aquel bello puente de piedra blanca sobre el Neretva de aguas verdes fue destruido.
Este artículo que escribo ahora es deudor de aquellos artículos de Matvejevic, que yo leía entonces en los tórridos veranos de T. junto a otro viejo puente a las orillas del T. Sobre y por debajo de sus palabras me he inspirado para decir o escribir casi lo que no se puede decir o escribir. Que mi diagnóstico no se cumpla. La brevedad me exige meter todas las palabras en una jaula -porque así escapan y vuelven desde sí a sí mismas-. El espacio de una jaula es más un espacio imaginado que real, y esta es una jaula de aliento, una jaula dibujada en el cristal empañado. La mayoría de las grandes tragedias son lentas y silenciosas, subterráneas, imperceptibles.
Mi ciudad se muere. Se llama T. Muchas ciudades se mueren lentamente. Hagamos una lista de esas ciudades ¿La mía? ¿La tuya? Si conoces alguna pequeña ciudad que se adormece para morir dímelo, os interpelo a ello, a guardar el nombre en la boca y en la memoria. Mi ciudad se llama T. y el río muerto que la baña se llama T. una letra de dos trazos, a veces cruzados, otras el trazo clavado a la tierra soporta el peso del otro, interpuestos, trabados. Diría ahora que el peso del cielo es soportado por un poste o rama. La T es una letra donde lo vertical y lo horizontal se conjugan y se armonizan. Es la letra de las encrucijadas y a la vez una letra de frágil equilibrio. Un ligero movimiento la tira al suelo. Sólo me he quedado con esa letra para guardar todo el nombre. Una reliquia en vez de un nombre, un trozo de nombre arrancado al nombre, como cuando se arranca una rama de un sauco para cubrir del frío el frágil planto de una mata de violetas, o un pegote de arcilla para modelar un disco o un vaso muy tosco con el que beberte el sol.
Esta ciudad que se muere podría haber sido una buena ciudad para vivir, lo tenía todo para que fuese de esa manera, un río grande, una encrucijada de caminos y un tren a Madrid. Tenía una buena tierra de aluvión y un cielo alto, una pequeña historia detrás llena de pequeñas vicisitudes con su pequeña porción de sangre y sus tiempos de alegría. Quien la canta no sabe por qué lo hace, pero la canta para no dormirse con ella, y la canta con desesperación y que ella no se duerma para siempre. Ahora sólo oigo una letanía kafkiana y la respiración oscura de un nadador en las aguas negras del T. Su Pathos es extraño, quizás demasiado luminoso. Sobre la ciudad siempre cae una luz fuerte que ciega. No consigue reinventarse, llenarse de su propia luz.
Decidme nombres de ciudades que como esta se duermen ahora. Como la Mostar de Matvejevic, asediada por la guerra, en su autodestrucción, y la voladura de su viejo puente sobre el Nertva, T. está asediada por su propia luz y atravesada por la herida de un río muerto. Lecho como cesura en el presente, línea simbólica entre el pasado y el presente. Ningún paralelismo entre la Mostar de Matvejevic y mi ciudad llamada T., salvo la lenta autodestrucción, la agonía y una profunda carga de melancolía.
La tristeza y languidez de Detroit
Hay lugares que renacen de sus cenizas y otros condenados a la herrumbre y a la ruina. Detroit, utilicemos esta palabra ahora de manera performativa, digámosla cada vez que nos olvidamos del porqué. Hoy visité un cementerio de coches, me acompañaba el fotógrafo Daniel Díaz Trigo, paseábamos entre chasis buscando marcas negras de sangre, huellas de lo humano, juguetes de niños, un radiocasete con una cinta de música dentro. Hay más tristeza y languidez en estos lugares que en un cementerio normal. Allí hice sonar la lata y el metal con mis nudillos, como si llamara a puertas extrañas y dije unas cuantas veces la palabra Detroit ¿Una ciudad? ¿Un lugar abandonado en el mundo? Daniel Díaz Trigo es el fotógrafo de la ceniza, yo le ponía palabras a la ceniza.
El puente de Mostar se reconstruyó con la misma piedra blanca y luminosa, pero lo que no se pudo reconstruir nunca fue el puente de los sentimientos humanos, la humanidad perdida. La herida quedó para siempre a modo de cesura en la memoria y de ella sale humo. ¿O no?. En T. no hay guerra, sólo crisis, adormecimiento. En T. hay cuatro puentes sobre el río T. Nunca fueron volados o destruidos durante algún acto violento, el río se fue muriendo y los puentes se fueron haciendo viejos. El más viejo de ellos se quebró varias veces, y como una gran metáfora de la desventura y la crueldad, el paso por él quedó prohibido durante muchos años. Mirando la ciudad desde los altos veo la admonición de la tragedia silenciosa como una sucesión de olas de aire azul. Un castillo de arena cuando ha sido lamido por la primera ola pierde sus ángulos, sus líneas, carecía de estructura. Con las sucesivas olas sólo va quedando un algo amorfo e informe. Volver a rehacer el castillo con su propia arena es labor del insomne. ¿Somos insomnes ahora en ella?
Mi ciudad se llama T. y las olas del tiempo la han dejado así, como un castillo de arena diluido en su luz azul. Melancolía del futuro, en vez de plantar árboles que den frescor a las ideas tirarle huevos al sol como si el sol tuviera la culpa del extrañamiento de ella en el mundo, como si la luz pudiera hablar con las mismas palabras que tú, el insomne que pasea a lo largo del río. Tú, el que querría ahora entrar en un cuadro del Greco de un modo performativo y gritar desde él el nombre de la ciudad que se muere, ser uno de los rostros de Munch en la alargada máscara de un Greco sintiendo que la pintura se corre hasta el suelo. T. pero no la T. de la otra ciudad aguas arriba del T., sino la T. aguas abajo de la otra T., la que daba nombre a la ciudad de las playas de arena blanca junto a un río de aguas azules en la infancia.
Los mejores se han ido y se quedan sólo los insomnes, los dulcificados por la tragedia silenciosa de una ciudad que se muere, los revividos en la melancolía azul, como si la teoría de cuerdas fuera un juego en el que nos agarramos a largas sogas que caen del cielo, balanceándonos hasta caer desplomados al agua sucia del río. Quizás habría que conjurarse e invocar a una catástrofe natural o hacer una ciudad paralela donde crear y ser creados, (ser recreados y recrear la otra luz blanca) como la vieja Mostar de Predag Matvejevic. Un puente que se reconstruye ya no es el mismo puente, pero creo que finalmente es un puente eterno. La T, echa raíces, la A es una escalera hacia el techo de la T. En la lista de las ciudades que se mueren lentamente está la mía. Ninguna guerra la ha destruido, ninguna catástrofe natural la ha asolado, nada de lo que podamos sospechar más allá de ella misma.
"T. se adormece en una larga fiesta de insomnes al sol"
Hay ciudades que mueren de muerte natural, viejas se quedan dormidas al sol y ya nunca se despiertan. Nunca llueve, sólo las requema durante muchos días el viento seco del verano, y después languidecen durante muchos días de niebla en invierno. No busquemos razones, ya no las hay más. T. se adormece en una larga fiesta de insomnes al sol, donde los que bailan se han quedado ciegos. El torno gira, un ceramista modela con las manos la nada, lo invisible, el futuro, el torno chirría, los pies lo impulsan y cada vez gira más deprisa hasta que las manos se quedan quietas en el cuello de ánfora de lo invisible. Nada que guardar en ello, nada que verter de ello. La ciudad hace a sus hombres y no estos a la ciudad ¿Será así? La ciudad los interpela. Pero a la vez los hombres hacen a la ciudad y no esta a sus hombres ¿Es así?
Cuando tú, lector, lo sepas, escríbeme y cítame en la vieja cafetería Tresku de T. Allí testificando a lo que nos interpela, a lo que nos habla desde la boca grande de los fantasmas que viven allí, miraremos largo tiempo un paso ciego de paseantes hacia el no lugar de la vida. Tu quizás, que una vez hiciste el salto del ángel al agua azul del T. desde el puente de hierro un dulce día de agosto de hace ya mucho, y al salir del agua con el plumaje mojado, una chica de buena familia se fijó en ti. La primera vez que te enamoraste y la primera vez que alguien se enamoró de ti. Y ahora que fatiga pensarla, decirla, amarla hasta el odio si es ella la que se interpone.
Volví hace uno días en tren a T. Ningún asunto aquí me ha traído de nuevo, si sentir en la luz fuerte del inicio del verano la melancolía lo es. Por casualidad guardaba en casa en unas carpetas azules los viejos artículos de Predrag Matvejevic, las abrí y volví a releerlos sabiendo que de alguna manera algo querían de nuevo decirme. El ‘Breviario Mediterráneo’ estaba en una de las estanterías, pero no me costó ningún trabajo encontrarlo después de tantos años. Como si hubiera libros y palabras que te llaman desde algún lugar escondido para interpelarte de nuevo. En sus artículos siempre aparece el viejo puente de piedra blanca de Mostar sobre las aguas verdes del Neretva. El Neretva te invita al baño, aguas verdes y limpias aún cruzan la vieja ciudad. Hipnotiza la luz blanca de sus piedras en verano.
La vida se ha vuelto a instalar con fuerza en esta ciudad de los Balcanes, y las palabras de P. N. se han conjurado sobre sí mismas hasta convertirse en luz. O como diría Peter Handke, las palabras poéticas de alguna manera producen luz. Mostar que se autodestruyó, volvió a surgir con fuerza de sus cenizas, era su sino, el lugar no podía ser abandonado ni por los muertos ni por los vivos. Yo leía aquellos breves ensayos y artículos de P. N. durante el verano del 93, en el T. era ya impracticable para el baño, casi todos los amigos y aquellos muchachos soñadores y locos que habíamos vivido esa bella y dorada épocas en T. durante los años 70 y 80 nos habíamos marchado a Madrid, y volvíamos en verano para holgar y estar al sol en las piscinas o en las gargantas de la sierra de Gredos. Me resistía, quería volver a bañarme en mi río y ser en ella para siempre. Mi ciudad lo tenía todo para haber sido grande y bulliciosa, bella y dorada, moderna y antigua. Ahora se duerme, se muere poco a poco.
Miguel Ángel Curiel, escritor y poeta