Muchos hemos pasado el mes en los pueblos donde nacimos, donde vive nuestra familia, nuestras raíces. Quizá hemos tenido en nuestra provincia un cierto desdén hacia lo rural, hacia nuestros pueblos y nuestros paisajes. Y ello, probablemente, sea debido a la “globalización” e idealización de este tipo de paisajes y de paisanajes. Las imágenes que nos llegan del norte húmedo, de las montañas, los bosques e incluso, del Tercer Mundo, nos lleva a idealizar otras realidades, otros mundos.
Sin embargo, nuestros pueblos y paisajes son únicos. Fruto de una larga historia y de tradiciones y culturas yuxtapuestas, nos muestran un patrimonio nada desdeñable. Igualmente nuestros paisajes contemplan una multiplicidad envidiable: desde la Mancha hasta el Campo Arañuelo, pasando por la Mesa de Ocaña, la Sisla, Los Montes de Toledo, La Sagra, La Jara o la Tierra de Talavera, tienen todos su impronta geomorfológica y el fruto de siglos y siglos de ocupación humana.
Producto de esa incomprensión de la propia identidad, nuestras gentes han subvertido el orden estético que la tradición nos ha legado (no hay que olvidar, mal que nos pese, que nuestra provincia obtiene el segundo puesto más elevado de analfabetismo en nuestro país) y nuestros pueblos se han convertido, en general, en una mala imitación de modelos urbanos e incluso foráneos. Ladrillo visto donde era habitual la cal, ostentosos chalets y uso de columnas, balaustradas y otros artificios en el centro de los núcleos urbanos, descomposición del orden urbanístico tradicional, y un largo etcétera se acumulan en nuestras retinas cuando atravesamos o visitamos alguno de nuestros 205 pueblos.
Localidades tan emblemáticas (disculpas si se queda alguna en el tintero) como Consuegra, Escalona, Ocaña, Orgaz, Oropesa, Tembleque, El Toboso o Yepes, que merecerían por las características de su caserío, sus monumentos o su rica historia, proteger íntegramente su caserío y valorizarlo en favor de un turismo cultural, hacen aguas por desidia municipal y de sus habitantes. No sólo hay que reforzar las figuras legales de protección sino también estimular a los Ayuntamientos a cumplir la ley –La de Patrimonio Histórico de Castilla-La Mancha les pide que adopten las medidas oportunas para evitar su deterioro, pérdida o destrucción. Y, ya que no todos los citados están nominados Conjuntos Históricos, debiera extenderse la declaración y acoger, además, a aquellos núcleos rurales que mantienen prácticamente íntegro el caserío que le identifica con el paisaje circundante y con la más rica tradición popular.
Otro caso son los atentados contra el paisaje, que perturba la visión de conjunto de muchas de las localidades y de los horizontes de sus campos. La transformación económica y técnica que sufre nuestra provincia introduce elementos de gran impacto “ambiental”. Quizá los últimos en llegar sean los más degradantes: los grandes depósitos de acero para la elaboración de vino, las antenas de móviles o las palas eólicas. Pero también nuestro campo se coloniza con naves industriales de alto porte, edificadas en mitad del agro, lo mismo que granjas de producción intensiva altamente contaminantes, especialmente de porcino. Se tendría que regular más eficazmente la ordenación del suelo para frenar tanto atentado medioambiental, ya que generaciones futuras clamarán por la calidad de vida y por la herencia recibida.
La Consejería de Fomento, a quien compete la ordenación del territorio, y la de Educación y Cultura deberían tomar cartas en el asunto. Por cierto, que la Consejería de Educación y Cultura debería preocuparse más por construir institutos y escuelas que se adapten a las construcciones tradicionales del sitio donde van destinadas y dejen de ser los modelos en serie que, repetida y monótonamente, nos encontramos en nuestras poblaciones.