Desde el 1 de octubre de 2019 hasta el 28 de febrero de 2020 estuve trabajando en Bruselas para la Comisión Europea. Hace años hice un cursillo a distancia sobre la Unión Europea, siempre he votado en las elecciones al Parlamento Europeo, y me he considerado como ciudadano de Europa. Hasta hace poco tiempo, todos mis viajes de vacaciones los había hecho a países europeos, por la comodidad de la cercanía, la atracción por una cultura diversa con raíces comunes que han bebido de la Grecia y la Roma clásicas, de una mezcla de religiones entre las que ha predominado el cristianismo, y la democracia y los derechos humanos como logros irrenunciables.
Sin embargo, sentí la necesidad de destinar cinco meses de mi vida a residir en la capital de esa Europa unida que dio sus primeros pasos en 1958 de la mano de Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. De mi estancia en Bruselas me traje un mejor conocimiento del proyecto europeo, un ligero incremento en la fluidez con el francés y el inglés, y una admiración a prueba de balas hacia el funcionariado de la Comisión, ejemplo de profesionalidad y talento, no siempre bien enfocado y muchas veces injustamente denostado.
La Unión Europea tiene varias instituciones de las que quiero resaltar tres: la Comisión Europea, el Parlamento Europeo y el Consejo Europeo. La Comisión Europea es el órgano ejecutivo de la Unión, que representa y defiende los intereses europeos en su conjunto por encima de los intereses individuales de los estados miembros. Al frente de la Comisión está Ursula von der Leyen, elegida por el Parlamento para un mandato de cinco años. La presidente designa a los comisarios, una especie de ministros europeos, a razón de uno por estado miembro.
El Parlamento se elige cada cinco años en las elecciones europeas, y reúne por tanto a los representantes democráticamente elegidos entre las diferentes opciones políticas de todos los estados miembros. Tiene la competencia legislativa y el control presupuestario de la Unión.
El Consejo Europeo está integrado por los jefes de Estado y de gobierno de los 27 estados miembros, un presidente permanente y el presidente en ejercicio de la Comisión Europea. Es una institución política que fija las grandes directrices y objetivos de la Unión. En la práctica, es el lugar en el que cada estado lucha por defender sus intereses nacionales o, dicho de una forma más directa, es el órgano más antieuropeo de todos en el sentido de que fomenta los 27 nacionalismos en oposición a la idea supranacional que representa o debería representar la Unión Europea. Cuanto más fuerte sea el Consejo, más débil será la Comisión, y viceversa.
La larga explicación anterior es necesaria para aclarar el batiburrillo con el que nos alimentan cada día los medios de comunicación y las redes sociales. La crisis del coronavirus se está aprovechando por parte de diversos sectores interesados en hacer saltar las debilitadas costuras de la Unión Europea. La falta de una respuesta unida, contundente y solidaria a la pandemia supone un fuerte golpe a los europeístas y alienta a aquellos obsesionados con la destrucción de la Unión.
No es ninguna novedad que los movimientos políticos extremistas no se sienten a gusto con una Europa unida. El auge de partidos políticos totalitarios y populistas, que reivindican las bondades del refuerzo de los intereses nacionales, es un hecho. La ultraderecha y los populismos tienen opciones claras de gobierno en Austria, Holanda y Francia; o sencillamente gobiernan en Polonia o Hungría. En el resto de los países han escalado posiciones y son pieza fundamental para el sostén de algunos gobiernos; Italia y algunas autonomías de España son algunos ejemplos.
El discurso, con algunas variantes características o tipismos de cada país, es similar: hay que reforzar las fronteras para frenar la inmigración, dejar de aportar grandes sumas a los fondos de cohesión, ensalzar los valores patrios frente al diferente, recuperar la soberanía perdida por un proyecto común porque todos los males que nos acechan vienen de fuera. De este modo, la población europea se ve sometida a una lluvia fina antieuropea que va calando hasta los huesos.
Gran parte de los causantes de esta desafección europea son nuestros políticos, que encuentran su refugio y trinchera en el Parlamento y, especialmente, en el Consejo. Si hay que aplicar medidas impopulares en un estado miembro (restricciones en el gasto o simplemente avances en el modelo productivo para la lucha contra el cambio climático) cada representante político se escuda en la imposición a que está sometido por la legislación europea. En cambio, si las noticias son buenas (normalmente en forma de fondos) se deben a la lucha encarnizada de cada representante nacional ante unas agrias instituciones europeas.
Un ejemplo. Si el Tribunal de Estrasburgo dice que el Tribunal Supremo español ha contravenido alguna ley en el caso de las condenas a los políticos catalanes por el Procés, se vende la noticia a los españoles como que un tribunal de la lejana Europa no entiende lo que pasa en España; y no se nos dice que el Tribunal de Estrasburgo es tan nuestro (y tan chipriota o italiano o sueco) como el Supremo. En cambio, cuando toca repartir el dinero de la PAC, el anuncio es que el gobierno español (o incluso cada uno de los gobiernos autonómicos) ha obtenido un gran éxito al arrancarle el dinero a una Europa rácana de la que parece que no formamos parte.
Los creadores de opinión se están ensañando con la Unión Europea por la gestión de la crisis del coronavirus. Falta de respuesta unida, insolidaridad, carencia de humanidad... Cada vez que una reunión del Consejo Europeo fracasa, la televisión muestra imágenes de Ursula von der Leyen, presidente de la Comisión, que prácticamente es una convidada de piedra en los debates. Europa no hace nada por nosotros, se dice. Europa no sirve. Alemania y Holanda son países egoístas, monstruosos, se insiste.
Aguas revueltas y turbias removidas por los de siempre, por los partidarios de la vuelta atrás, de la desaparición del más hermoso proyecto que haya emprendido nunca un grupo de países en el mundo. Es el Consejo Europeo el que no alcanza un acuerdo, la institución de los nacionalismos. Son los presidentes de gobierno y los ministros de finanzas de España, Italia, Francia, Austria, Holanda o Alemania los incapaces de alcanzar un acuerdo. Nada que ver con la Comisión, ni tan siquiera con el Parlamento Europeo.
Se argumenta que hay una división entre los países ricos del norte y los pobres del sur. Falsa. Alemania no es homogénea, ni ninguno de los estados miembros. La división real es ideológica, no económica. ¿Acaso Alemania no tiene acumulada una gigantesca deuda? ¿Acaso Italia y España no son las economías más fuertes de la Unión tras Alemania y Francia? ¿Acaso Holanda, una potencia comercial sin recursos naturales de ningún tipo, no depende más que nadie del mercado europeo? ¿Qué nos separa entonces? La ideología. Holanda y Alemania o Austria están gobernadas por políticos conservadores, cuando no con fuerte tendencia ultraconservadora. La brecha es política.
Creo firmemente en las bondades de una Unión Europea fuerte. Europa es el espacio del mundo con más muertos acumulados a lo largo de su historia en guerras internas en relación a su extensión. Siempre ha sido un polvorín sometido a diferentes imperios, un territorio de amenazantes fronteras movedizas. Desde la Segunda Guerra Mundial, con la excepción de los países balcánicos no incluidos en el proyecto inicial, hemos tenido paz y la mayor bonanza y desarrollo económico y social de la historia de la Humanidad. La libre circulación de ciudadanos y mercancías, la moneda única, programas como Erasmus, o el desarrollo y consolidación de los ideales democráticos son grandes éxitos. Pero por la herida abierta del Brexit se nos están colando las bacterias de los ultranacionalismos, y el riesgo de gangrena es terriblemente real.
Por eso conviene que nos tomemos la molestia de saber qué es la Unión Europea, tener claro cuáles son sus instituciones, conocer de dónde están viniendo los problemas. Conviene que no tengamos una visión simplista de los asuntos; que sepamos ver la senda en el bosque difuso de una Europa poco explicada a sus ciudadanos; que comprendamos que la opinión de Mark Rutte o de Angela Merkel no es la opinión del conjunto de los ciudadanos de sus países, ni mucho menos la de Europa.
Nunca está de más recordar las enseñanzas de los Monty Python en 'La Vida de Brian'. Reunidos frente al televisor, podemos preguntarnos qué nos ha dado Europa, y después de un largo rato decir: “Bueno, sí, Europa nos ha dado los hospitales en los que se curan nuestros enfermos; las autovías, ferrocarriles y aeropuertos por los que llegan los medicamentos; la solidez financiera para que el mundo nos preste y podamos jugar con nuestra deuda; la unificación de los estudios universitarios que permiten formar buenos profesionales de la medicina; la abolición de las fronteras que hace posible que los alimentos lleguen con fluidez a la población recluida...”
Por desgracia, siempre quedará alguien que diga: “Sí, pero aparte de todo eso, y de la paz, la democracia y la consolidación de los derechos fundamentales, aparte de convertirnos en una de las potencias económicas del mundo... ¿Qué le debemos a Europa?” Luchemos porque esos cada vez sean menos.
Bienvenido Maquedano, historiador